Salud pública

La fundamental defensa de las vacunas: ciencia frente a la desinformación

Vacunas: la ciencia se enfrenta a la ola de desinformación
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“Defender las vacunas no es solo un acto médico o científico; es un compromiso ético con la sociedad", dice la profesora Claudia Cortés.
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Las vacunas han evitado millones de muertes y son una de las intervenciones de salud pública más exitosas de la historia.
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El despliegue de las vacunas contra el COVID-19 en Chile evitó miles de muertes y hospitalizaciones.

La pandemia de Covid-19 dejó al descubierto muchas fragilidades de nuestros sistemas de salud, pero también una de sus fortalezas más notables: la capacidad de la ciencia para desarrollar, en tiempo récord, vacunas seguras y eficaces que salvaron millones de vidas. Sin embargo, paradójicamente, el mayor enemigo actual de la vacunación ya no es el virus, sino la desinformación. La reticencia y la hostilidad hacia todas las vacunas, alimentadas por grupos antivacunas y la pseudociencia, amenazan con socavar décadas de progreso sanitario.

Las vacunas contra el SARS-CoV-2 demostraron reducir significativamente la hospitalización y la muerte, incluso frente a variantes más transmisibles. En países como Chile, su despliegue evitó cientos de miles de hospitalizaciones y miles de muertes.

Las vacunas han desempeñado un rol fundamental a lo largo de la historia moderna por lo que la vacuna contra el COVID-19 está lejos de ser el único ejemplo. Hay casos aún más exitosos que destacan el impacto de las inmunizaciones.

La completa erradicación de la viruela, una enfermedad que diezmó al planeta, causando sólo durante el siglo XX, previo a la implementación de la vacuna, entre 300 a 500 millones de muertes, se reporta como extinta desde 1980 gracias a la masiva implementación de la inmunización. La vacuna contra la poliomielitis ha logrado prácticamente erradicar esta enfermedad del mundo; la del sarampión, que ha evitado más de 20 millones de muertes en los últimos 20 años; la vacuna contra el virus papiloma humano (VPH) capaz de prevenir cáncer cervicouterino; o la del Pneumococo, que disminuye drásticamente las infecciones graves, como neumonía o meningitis en niños y adultos mayores. Todas comparten un rasgo en común: seguridad comprobada y eficacia sostenida. Los efectos adversos graves son extremadamente raros y muy inferiores al riesgo que implican las enfermedades que previenen.

A pesar de estas pruebas, el movimiento antivacunas, muchas veces amparado en la pseudociencia o en simples charlatanes, han encontrado terreno fértil en redes sociales, donde propagan mitos sobre supuestos peligros y teorías conspirativas. Sus discursos, disfrazados de "libertad de elección" o "naturalismo", niegan la evidencia científica y ponen en riesgo la salud colectiva. El costo de esta irresponsabilidad se mide en vidas perdidas: basta ver el resurgimiento de brotes de sarampión en Europa y América por la caída de las coberturas vacunales.

La reticencia a la vacunación no es un fenómeno irrelevante: cuando un grupo considerable de personas deja de vacunarse, se rompe la inmunidad comunitaria o de rebaño, que protege a quienes, por enfermedades previas o por ser muy pequeños (niños menores), no pueden recibir las vacunas. Esto facilita la circulación de patógenos y pone en riesgo a quienes no pueden vacunarse. En resumen, la desinformación puede costar vidas.

Defender las vacunas no es solo un acto médico o científico; es un compromiso ético con la sociedad. La evidencia muestra que la inmunidad, tanto frente a Covid-19 como frente a otras enfermedades, tiende a disminuir con el tiempo, lo que hace necesario aplicar dosis de refuerzo. Dejar de hacerlo no es una "opción personal": es una renuncia a la protección colectiva.

Tremendamente preocupante es que hoy, algunos estados de EE.UU. plantean dejar de exigir que los niños cuenten con un esquema de vacunación completo para poder asistir al colegio. No hablamos solo de la vacuna contra el COVID-19, sino de todas las vacunas que durante décadas han sido la barrera más eficaz contra los brotes de sarampión, tos convulsiva, difteria o rubeola, todas enfermedades que pueden llegar a tener secuelas graves e incluso mortalidad entre los niños.

Convertir un acto sanitario, con sólido respaldo en la evidencia científica, en una decisión política es un grave retroceso. Estas modificaciones, impulsadas por corrientes ideológicas, religiosas y grupos antivacunas con objetivos poco claros, rompen con un principio básico de la salud pública: la protección colectiva a través de la inmunización. El riesgo no es sólo local, las enfermedades infecciosas no conocen fronteras y una caída en la cobertura de un estado o país puede llevar a la reaparición de brotes en lugares distantes e incluso brotes globales

Frente a este escenario, los gobiernos, las universidades y los profesionales sanitarios tenemos la responsabilidad de redoblar esfuerzos en educación y comunicación, desarmando mitos con datos claros, accesibles y comprensibles. Asimismo, se requiere garantizar un acceso equitativo a las vacunas en todas las regiones, pues la desigualdad sanitaria también alimenta la desconfianza.

Las vacunas son, junto con el agua potable, una de las intervenciones de salud pública más exitosas de la historia. Quienes las cuestionan no solo niegan la ciencia, sino que juegan con la vida de millones de personas. La lucha contra la Covid-19 nos recuerda que la ciencia salva vidas; la desinformación, en cambio, las pone en peligro. Defender las vacunas es defender la vida, la solidaridad y el futuro de la salud global.