Mientras actualizamos el Proyecto de Desarrollo Institucional (PDI), es habitual oír la aspiración de que la Universidad de Chile recupere su liderazgo en el sistema nacional y proyecte globalmente su trabajo internacionalmente. Más que un deseo, esa idea suele formularse como un deber público. Desde esa premisa se identifican brechas y se fijan metas. Quienes impulsan la discusión del PDI al interior de la Universidad insisten en que el resultado vaya más allá de pulir lo existente: la institución que pudo haber sido adecuada hasta ahora muestra signos de agotamiento -hay acuerdo en ello-. Por otra parte, los cambios que afectan nuestros ámbitos de trabajo son enormes y su aceleración resulta impredecible. Enfrentamos dos desafíos: afirmar el liderazgo y anticipar y responder a situaciones inéditas. Ese proceso debiera partir con una amplia conversación interna y luego abrirse a un diálogo nacional, tratándose, la nuestra, de la principal universidad pública del país.
Mi opinión se sustenta en que he trabajado durante muchos años en la Universidad de Chile, donde asumí algunas responsabilidades directivas y hoy integro su Senado Universitario. Desde ahí percibo que si nuestras conversaciones se siguen centrando en cómo actuar frente a tomas y paros o en cómo elegir más autoridades y representantes, perdemos el hilo. También porque he visto -como reflejo recurrente- que los cambios con frecuencia terminan reduciéndose a apilar más de lo mismo: nuevas unidades (campus, facultades y departamentos), planes de estudio sobrecargados y, a veces, duplicados; reglamentos vagos y controles internos crecientes e innecesarios. Eso añade costos y siembra confusión. La alternativa a la que adhiero es examinar cómo cambiar las premisas, no como un trámite, sino como un acto de construcción de futuro.
Algunas definiciones: una universidad es, ante todo, un sistema plural y complejo de decisiones. Se transforma cuando cambian las premisas que la guían. Tomar en serio la misión universitaria, en mi experiencia, exige redefinir los problemas clásicos: formar con valor público; producir y difundir conocimiento; vincularse con el medio sin perder autonomía; cuidar el clima interno y las buenas prácticas; asegurar acceso equitativo y un trato justo para quienes la integran. Con estos criterios, funciones y tiempos se ordenan y se alinean, de modo que la institución deja de vivir a sobresaltos y enfrenta su futuro.
Porque la Universidad de Chile es a la vez educativa, científica, profesional y formadora de élites, su buen gobierno requiere alinear tareas con responsabilidades; ejercer una autonomía que permita seleccionar colaboraciones útiles sin subordinar su misión; e instalar sensores que hagan visible su inercia cultural y los obstáculos al cambio que se derivan de ella. Aprender organizacionalmente debe ser su rutina: preguntarnos por qué decidimos cómo lo hacemos, ensayar escenarios, medir y evaluar, retroalimentar y ajustar. Ese ciclo se reduce si acortamos las distancias entre la evidencia, la deliberación y la decisión. En ese marco, la inteligencia artificial (IA) -como infraestructura cognitiva- puede apoyar la búsqueda, el análisis y la simulación de escenarios, bajo reglas claras y resguardos éticos explícitos, aunque sin reemplazar el juicio humano experto. Al menos las decisiones corporativas deben someterse a este rito.
La gobernanza que necesitamos para ello es sencilla: autoridades y órganos académicos (u otras formas colegiadas) que definan las premisas; equipos ejecutivos y profesionales que rindan por resultados, un cuerpo de apoyo administrativo robusto y comprometido. En ese esquema, calendarios coordinados, reglas compartidas y evaluación de propósitos y trayectorias. Hoy, sin embargo, el tramitar se volvió un fin en sí mismo: en vez de habilitar decisiones, prolifera en forma de reportes que nadie lee a tiempo. La carga se desplaza a los/as académicos/as, que hoy dedican horas a llenar formularios para plataformas que no se integran entre sí. Si queremos gobernanza y resultados, el estándar es otro: dato único estándar, reglas simples y control ex post. Menos trámites implica más tiempo académico efectivo, sin descuidar procesos orientarlos a resultados conocidos previamente.
Para aterrizar lo anterior, sostendría, entre otros, tres focos para la vigilancia y el accionar organizacional: atender los cambios sociodemográficos locales -ajustando certificaciones y ritmos a trayectorias diversas-; asegurar la renovación académica -con evaluaciones, progresiones claras y retiros dignos-; y masificar la tecnología, en especial la IA, como infraestructura cognitiva compartida. Cuando aparezcan descoordinaciones -como ocurrirá-, corregir reglas, roles y secuencias; sin crear estructuras duplicadas o comisiones que se dejan a su deriva. Tampoco debe prometerse todo a la vez, lo importante es priorizar, secuenciar y, sobre todo, explicar con transparencia por qué algunas buenas ideas deben posponerse en función de intereses institucionales más generales y urgentes.
También parece clave para una universidad renovada dejar de organizar la docencia, investigación y vinculación con el medio como compartimentos estancos y bajo el control de estructuras aisladas. Se necesitan carriles académicos diferenciados pero conectados, con movilidad real y evaluaciones simples que consideren capacidades y logros sin castigar trayectorias. Ahí la clave es pasar de “colaboraciones ad hoc” a estructuras inter y transdisciplinarias estables: co-docencia entre unidades, proyectos con presupuestos y créditos compartidos, y evaluación de resultados por equipos -no solo por disciplinas-. En esa misma línea, todo nuevo diseño participativo debería evaluarse con una regla simple: distinguir qué se conserva y qué se innova -y por qué-, evitando el espejismo de la “hoja en blanco” o la idea de que más participación triestamental lo arregla todo.
Nada de lo anterior ni resuelve por sí solo el financiamiento basal ni inhibe la disputa política interna, pero sí ayuda a reordenar la casa para negociar mejor hacia fuera y exigirnos mejor hacia dentro. Romper la inercia actual, como lo entiendo, supone un PDI que alinee premisas y objetivos; sostener una gobernanza con acoples efectivos; cultivar una organización que aprende —con sensores e IA para acortar el ciclo entre problema, deliberación y decisión—; diseñar una universidad para todas las edades —con currículo modular y reconocimiento de aprendizajes laborales previos—; y asegurar trayectorias móviles en las que investigación, docencia y vinculación sean carriles conectados, además de que los retiros de sus miembros queden debidamente programados y mediados por el respeto.
Finalmente, el testeo para cualquier nueva iniciativa que se proponga a través del PDI puede reducirse a seis preguntas: ¿Qué problema se busca resolver? ¿Con qué evidencia? ¿En qué secuencia y plazos? ¿Qué requiere -recursos, capacidades, tiempos-? ¿Cómo se resguardan la libertad académica, la integridad y el bienestar de la comunidad? ¿Y quién responde por los resultados? Si las respuestas quedan borrosas, quizá estemos fabricando un artefacto retórico más. Si las respuestas son nítidas, estaremos más cerca de que la Universidad opere como una organización que aprende en red y, con ello, proyecte liderazgo en todas sus dimensiones. Lo demás -posicionamiento frente a las demandas del país, sentido de comunidad, internacionalización efectiva, ubicación en rankings, presión para cambios legislativos que nos afectan- llegará como consecuencia de tener y mantener la casa direccionada y en orden, obteniendo una confianza pública por aquello.